Estaba lúcido, sabía de mi cuerpo, mis maneras. A la vez fluía el andar placentero de cálidas veredas por ser caminadas. La tarde relucía de un desconocido y oportuno aroma. Esa sensación de lo inesperado; me sentí atónito. Cada cosa en derredor desprendía miradas inconclusas, de vértigo. Sentí un vigor afianzado de memorias ya gastadas. Tuve que saltar por agravios de conciencias diminutas. Una desesperación cuya causalidad desplomaba el respirar compactando mi visión a la pena de lo predecible. No fue fácil atestiguar el momento, pues, no lo sé bien, anochecía, pero las miradas se multiplicaban. Sentí el cosquilleo detrás, en la piel, cada vez más previsto se volvía el no querer escapar. El vetusto refugio de lo que jamás tuve plena conciencia, vertiginosamente se encendía. ¿La incontrolable procesión de todo el exterior sabría la solución?
Busqué entonces cada detalle, cada silueta debía ser inspeccionada. Simplemente me aventuré. Recompuse la falta de ánimo sin dudar, vislumbré las luces delante y por encima. Después de este despliegue irracional pero benefactor, todo comenzó a parpadear. Como si cada partícula sollozara al no poder evitarlo. Pensé en cada uno de los lazos que perdían color con la neblina. Como si el tiempo regresase para plasmar su identidad con fervor. Había algo que anulaba al unísono mi clamor y la esperanza. Comencé a ayudarme con la ventisca que sopla sin acusaciones. Sabiendo que también secaba casi como un pañuelito imaginario cada cosa del universo que ya no me delataba. Entonces tomé conciencia de cuan simple es todo. Borré con cada mirada la suciedad de los caminos. El anhelo de recorrerlos me hizo sentir angustiosamente en soledad. Una vez más, todo comenzó a parpadear, y solo pude abordarme en un mundo extraño que ya no conozco.